A menudo, el ser humano es proclive a sentir cierto tipo de placer en las cosas que le asustan. Es algo que sólo nos ocurre a nosotros, no hay ninguna otra especie que se dedique a buscar el miedo de manera voluntaria. En cambio, nosotros hemos llegado, incluso, a desarrollar un tipo de diversión alrededor de esta sensación. Relatos, series, películas, atracciones de feria y hasta a través del turismo negro, en el que los turistas se sienten atraídos por lugares que, por alguna razón peculiar, es susceptible de causar terror en el visitante. Para este tipo de turistas, existe un destino que es considerado uno de los más terriblemente sugestivos del mundo y que, como suele pasar con estos enclaves, nunca tuvo la intención de ser una de las zonas más turística de Ciudad de México.

Para aquellos que visitan la gran Ciudad de México es casi imposible imaginar que, en medio de todas esas construcciones y de tanto hormigón, exista un terreno grande y completamente natural: canales salpicados por miles de chinampas -también conocidas como islas flotantes, es un método mesoamericano antiguo de agricultura que utiliza pequeñas áreas rectangulares de tierra fértil para cultivar en la superficie acuática-. Xochimilco es una de las 16 delegaciones de Ciudad de México, ocupa 190 kilómetros cuadrados y se encuentra al sureste de la capital mexicana. Si hay algo característico de Xochimilco, esos son sus largos canales y sus numerosas chinampas.

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Xochimilco ofrece kilómetros de canales navegables, naturaleza y misticismo. Actualmente, es uno de los lugares más famosos de la ciudad y atrae a turistas y a lugareños que buscan disfrutar de un agradable día paseando en las trajineras que navegan por sus aguas.

En 1987, la UNESCO lo declaró Patrimonio Cultural de la Humanidad, especialmente, a la zona de las chinampas por su gran valor histórico y medioambiental. Y, de entre todas estas islas que flotan entre los canales destaca, especialmente, una de ellas. Una muy diferente a las demás. Tal vez por ser uno de los lugares más macabros de México y, posiblemente, del mundo, por la leyenda que gira alrededor de ella y por su aterradora apariencia. Todos la conocen como la Isla de las Muñecas.

Imagina por un instante un lugar donde no hay habitantes, solamente muñecas. Muchas. Y, al mismo tiempo, muy macabras. Tras una hora de recorrido en trajinera, eso es lo que se encuentran los visitantes que se acercan a la que una vez fue conocida como la isla de Tezhuilo, aunque ahora las muñecas han tomado el lugar y el nombre. La isla cuenta también con una cabaña, la de don Julián Santana, el único habitante que hubo en la chinampa durante décadas y quien comenzó a colgar muñecas por doquier en el islote que era su hogar.

Las muñecas de don Julián se cuentan por miles. Sucias, mutiladas y afectadas por los hongos, el sol, la lluvia y los insectos que anidan en su interior, son figuras en mal estado que cuelgan de árboles, alambres y de las paredes de la cabaña donde residía don Julián y que actúan como guardianas del pequeño territorio rodeado por las aguas. Como suele ocurrir siempre que hay una leyenda que narrar, la historia se distorsiona y toma diferentes caminos hasta no saber ya qué hay de cierto y qué han ido añadiendo los cuentacuentos.

La más extendida de las versiones afirma que, cierto día, el hombre descubrió el cadáver de una muchacha que flotaba sobre las aguas del canal. Muy afectado por el suceso, don Julián levantó una cruz en memoria de la chica a la entrada de su terreno. Fue entonces cuando comenzó a sentirse perseguido por el espíritu de la joven ahogada, así que decidió colocar alrededor de su cabaña las muñecas que se iba encontrando en los canales, ya que servían como modo de protección y al mismo tiempo como ofrenda a la difunta que venía a atormentarlo. Don Julián aseguraba que las figuras servían para “espantar al espanto”. La rumorología dice, en cambio, que Julián Santana empezó a poner muñecos para ahuyentar al espíritu de su hija que cayó al agua cuando su madre la llevaba a hombros mientras lavaba la ropa en el canal.

Puede que de la obligación naciera la afición, o que se tratase de un espíritu al que costaba espantar, pero poco a poco fueron sumándose muñecas colgadas de los árboles, sentadas, atadas a postes y, lejos de ahuyentar al espíritu, acabaron atrayendo a los curiosos turistas. Como agradecimiento, muchos de ellos regalaban más muñecos al campesino con los que decorar la isla.

Pero el misterio y lo paranormal no quisieron acabar ahí, sino que Julián Santana falleció en el año 2001 de un infarto de miocardio exactamente en el mismo lugar donde decía que se le aparecía el espíritu de la mujer ahogada. Tras su muerte, Anastasio Santana, sobrino de don Julián, fue el siguiente habitante de la isla y mantuvo la tradición de su tío. Desde entonces, la isla ha seguido creciendo en número de muñecas, visitantes y leyendas. Como aquella que cuenta que fueron las propias muñecas las que mataron a don Julián.